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Presentación
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PRESENTACIÓN


Antonio Rovira.
Catedrático de Derecho Constitucional, UAM.

      Los derechos humanos (suponiendo que algún derecho no lo sea) no han caído del cielo ni se han dado todos de una vez, más bien son fruto de conquistas parciales logradas siempre cuesta arriba, frente a la pendiente. Nacen al inicio de la Edad Moderna y se convierten en uno de los indicadores principales del progreso histórico y núcleo de legitimidad de los sistemas democráticos. Derechos y deberes que, desde su formación inicial como instrumento para limitar el poder, siguen un proceso que permanece abierto de perfeccionamiento de su contenido y necesariamente también de las instituciones y técnicas que posibilitan su realización efectiva, lo que conocemos con el término “garantías”.
      No obstante, ante la globalización de la democracia, uno de los principales desafíos a los que se enfrentan estos esenciales derechos y que estudiaremos con detenimiento en este máster de la Cátedra de Estudios Iberoamericanos Jesús de Polanco, es el peligro real de banalización. ¿Quién es quién?. En la sociedad globalizada, la realidad se disfraza, ya no hay a un lado los defensores de la democracia y al otro los dictadores legitimados por la fuerza de las armas. Se está perdiendo claridad y los Derechos (humanos, demasiado humanos) se proclaman a menudo y se defienden troceados, se infringen unos y se olvidan otros. Se discute si son sociales o individuales, si son de primera, de segunda o tercera generación, se discute mucho sobre su teoría y se trabaja poco en favor de su realización.
      En muchas ocasiones y lugares los derechos y los deberes humanos se defienden retóricamente y de manera compatible con cualquier forma de explotación y servidumbre. Se trivializan al envolverlos con un exceso de retórica sentimental que anula su naturaleza racional, práctica, positiva, jurídica, transformándolos en principios morales, máximas o consignas, catálogos o mandamientos sin poder de vinculación, con una efectividad exclusivamente ideológica en manos de aquellos a los que la democracia siempre ha combatido, que usan estos derechos como instrumento para conquistar el poder, alejándolos de su finalidad esencial, cual es el respeto y realización de la autonomía personal y la libertad, y ello supone una impostura terrible, puesto que así el papel de los derechos humanos cambia y se convierte entonces en un sistema que ayuda a perpetuar las relaciones de subordinación y los abusos, proclamando que éstos han sido abolidos.
      A ese proceso de banalización, de desfiguración, de falseamiento, es a lo que vamos a tener que enfrentarnos seriamente en este milenio y al que presta una singular atención este máster. Las declaraciones de derechos pueden transformarse en una ideología falaz y sofisticada, en una vacuidad verbal que justifica el pillaje con amorosas palabras. Podemos decir que en algunos países está surgiendo una nueva forma de autoritarismo, el autoritarismo electoral que utiliza las elecciones y la democracia sólo como disfraz para ocultar incluso el genocidio, con fuerzas descontroladas, ejércitos mercenarios, mafias económicas y criminales y especuladores financieros que usan la democracia como instrumento para realizar más eficazmente sus fechorías, que abusan de la libertad para perpetuar sus crímenes.
      Ante esta instrumentalización de los derechos y deberes humanos, la legitimidad electiva de la autoridad ya no es suficiente. Para justificar la actuación del poder político y económico o para calificar a un Estado como democrático es necesario y urgente exigir el cumplimiento de otros mínimos requisitos y estándares que hoy vienen contenidos en el término gobernanza, es decir, efectividad y legitimidad en el ejercicio del poder y de las correspondientes estructuras; legitimidad que exige dar razón de cada una de las actuaciones y no sólo razones jurídicas o de oportunidad. Es necesario que los gobiernos, también los económicos, se justifiquen ante los ciudadanos y ante la comunidad internacional, demostrando que van en el buen camino, respondiendo a sus objeciones y reclamaciones y demostrando que sus instituciones y actuaciones son responsables y que no buscan solo el aplauso para su perpetuación.      La democracia necesita elecciones pero también, responsabilidad y altura. Es necesario que las autoridades políticas y económicas demuestren que utilizan su poder para actuar y no al revés, sin  retóricas triviales o vulgares que sólo buscan mover el sentimiento y ocultar la verdad.
      Ya no es suficiente un parlamento y elecciones para calificar al poder político y económico como democrático. La gobernanza democrática exige explicar y justificar cada una de sus actuaciones como la mejor, apoyarse en la idea de ciudadanía y no amparar sus decisiones en un lenguaje artificialmente complejo y oscuro, diciendo las cosas de esa manera, frecuente en el mundo jurídico y económico lleno de oscuridades y pretensiones que esconden mercancías de poco valor, superando el espíritu de pesadez y la falta de imaginación, preocupándose más por los que quieren saber que por los que saben. Debemos alegrarnos, por tanto, de la atención y publicidad que tiene hoy la política. La globalización de la comunicación y la noticia (a pesar del riesgo de deformación) permite el conocimiento, la valoración y la crítica de las decisiones de los gobernantes de cualquier Estado o sistema financiero, dificultando la impunidad y fomentando la necesidad de que estas decisiones estén cada vez más justificadas, más explicadas para facilitar la reacción ciudadana, incluso internacional frente a la decisión equivocada, injusta, arbitraria o criminal.
      Ya no se puede atribuir únicamente a los poderosos la valoración de su trabajo, hay que sustituir la fe en la autoridad y en la soberanía por la exigencia de que el poder demuestre en cada una de sus actuaciones su efectividad, corrección y justicia. Así se combate la simulación y trivialización que permite que los derechos fundamentales sean compatibles con cualquier forma de servidumbre.
      También se nos está escapando de las manos la palabra tolerancia corriendo el riesgo de convertirse en un término vacío. No se puede tolerar la guerra, la injusticia o el crimen pero tolerar tampoco consiste en ponen la otra mejilla; no es resignación, ni caridad, ni implica debilidad, transigir o callar, ni tiene nada que ver con el acto de generosa condescendencia de quienes creen estar en posesión de la verdad, ni con la actitud tradicional y prepotente del perdonavidas, ni con los integristas que asumen el papel de salvadores para liberar a toda costa al hombre, la nación o al Estado del mal y del pecado.
      La tolerancia no pertenece al orden moral, al contrario, es un instrumento de lucha contra el arraigo profundo que conservan los fanatismos e integrismos colectivos o individuales que encuentran placer en el sacrificio. Los héroes y los mártires coinciden en lo esencial, los dos creen groseramente que con el sacrificio y la sangre se descubre la verdad.
      Tolerar es un talante, una forma de ver y tratar como propio lo diferente y al diferente, un principio necesario para garantizar la convivencia pacífica con aquello que no nos gusta, porque lo que gusta no necesita ser tolerado. La tolerancia no es buena ni mala, ni verdadera ni falsa, es simplemente necesaria para defender los derechos de cada uno y para afrontar los cambios que nos rodean, con fronteras y culturas cada vez más cercanas, dúctiles y porosas que hacen la diferencia entre lo interior y exterior casuística. Cambios que requieren y requerirán aún más en el futuro nuevas actitudes para superar, por ejemplo, la tendencia de muchos a defender con uñas y dientes su fortaleza frente a los diferentes pobres. Tolerar es respetar los derechos del otro, pero no sus tonterías o ilegalidades.
      La tolerancia se basa así en la igualdad de Derechos, en la idea de que la inteligencia y la tontería están muy repartidas en este mundo y que este reparto no depende del lugar, el color o el dinero y en la idea de que toda teoría, experimento u opinión, por muy acertada que sea, tan sólo supone una aproximación. No cree en el hombre puro, prefiere el mestizaje como prefiere el diálogo crítico en defensa de la libertad de cada uno a ser, pensar y vivir como quiera, con respeto a los demás, sin segregar, marginar o dar tormento al otro porque sea diferente, viva diferente u opine diferente. En definitiva, la tolerancia exige reflexionar antes de condenar la diferencia que perturba la tranquilidad de nuestra “ madriguera”.
      Por eso, quizá el mayor peligro para el disfrute de nuestros derechos sea el auge del fanatismo integrista. Todo cambio tiende a ser dialéctico y el movimiento en una dirección provoca el contrario, y así la globalización provoca como reacción el auge del fundamentalismo que es la exacerbación de un sentimiento colectivo gregario, sea de raza, de clase, de religión, la avaricia o incluso el fanatismo de los buenos sentimientos: “tengo tan buenos sentimientos que mato por ellos”.
      El fundamentalismo consiste en grupos sumisos al mandato carismático del jefe en los que es más fácil encontrar hombres dispuestos a morir que a vivir dignamente en libertad, y este movimiento integrista está llamando a las puertas del siglo XXI como un virus muy contagioso que es capaz de traspasar todos los límites. Los antiguos vocablos asesinato, masacre, genocidio, estafa ya no sirven para calificar los horrores de los crimines fundamentalistas actuales y futuros. Su frialdad, su constancia, su falta de objetivos son inéditos. No logran sus victorias en el campo de batalla, ejército frente a ejército, empresa frente a empresa, sus tropas operan sobre niños y adultos indefensos. Los civiles ya no son, como en las guerras tradicionales, las víctimas accidentales sino que se convierten en los objetivos principales. Los atentados y asesinatos impactan por su intensidad y no solo por su cantidad. Presumen de la brutalidad de la tortura y la exhiben para atemorizar. El fundamentalista, incluyendo al crimen organizado, hace alarde de los crímenes, es un artesano del terror. Antes el criminal intentaba esconderse, disimular y negar, en cambio el delincuente fundamentalista, el crimen organizado, presume de la crueldad, del sufrimiento porque la finalidad de sus crímenes es el impacto.
      ¿Cómo podemos combatir estos santuarios criminales? Pues actuando policial y jurídicamente contra las nomenclaturas fundamentalistas, pero también ayudando y educando a las gentes en los valores de tolerancia. El fanatismo crece con la exclusión, con el aislamiento, con las desigualdades y la ignorancia, por eso hay que intentar abrir las sociedades dominadas también por fanáticos de la pureza, del poder o el dinero para denunciar y superar esta tendencia hacia lo gregario y excluyente.
      Pero el combate se hace difícil porque nos encontramos con otro profundo problema que daña la efectividad de nuestros Derechos y que de una forma central y singular abordamos en este máster de la Cátedra Jesús de Polanco, el envejecimiento de las estructuras de garantía y con ello la debilidad creciente de nuestras democracias.
      Como es sabido, ya no es suficiente con declarar los Derechos para asegurar su protección, que es necesaria la intervención del Estado y de organismos internacionales para remover los obstáculos que dificultan su realización, que es obligado añadir a las Declaraciones un amplio abanico de técnicas e instituciones que tutelen su efectividad, garantías que son básicamente de dos clases, unas generales y otras más específicas, que consisten en instrumentos jurídicos e institucionales encaminados a proteger al ciudadano frente a un mundo cada vez más complejo, más abierto, más plural.
      Como garantías generales se suelen citar, entre otras, las condiciones políticas que coinciden con los elementos propios del Estado de Derecho, como el imperio de la Ley, el pluralismo político o la división de poderes. Pero dos siglos después de que surgiera el Estado de Derecho, las sociedades albergan desconfianzas ante el funcionamiento de estas garantías porque no cumplen de modo satisfactorio con su función y no aseguran de forma efectiva los derechos. Las causas de este sentimiento real son muchas y muy complejas, pero en gran medida es debido a la globalización, que pone en evidencia la insuficiencia de los mecanismos tradicionales de garantía de los derechos fundamentales, produciéndose una sensación de malestar, de crisis, de debilidad, de una desconfianza que, salvo para una minoría, no se basa verdaderamente en un conocimiento racional de las causas, sino más bien en una impresión y un rechazo.
      Mientras nuestras comunicaciones, mercados y sociedades están mudando segundo a segundo, el Estado democrático como estructura de garantía está envejeciendo aceleradamente, lento, incapaz de salvar ágilmente la pendiente. Existe un gran cansancio, una apatía, falta de entusiasmo, los tiempos son tristes, grises y hace falta algo que sacuda, que nos dé nueva vida, necesitamos nuevas ideas y nuevas instituciones de garantía que aseguren la efectividad del Derecho. Nuevos instrumentos que, por ejemplo, puedan controlar los movimientos de capitales y ordenar el de personas, pero todavía no sabemos exactamente cuáles son, no tenemos un libro de instrucciones que nos enseñe a manejar el futuro, sólo intuimos que no emergerá de una filosofía total y universal, sino como respuesta a un elemental y cambiante inventario de necesidades sociales.
      Lo que sí sabemos es que diariamente los controles de los Estados están siendo superados por los flujos globales, incluso humillados. Cualquier delincuente financiero en cualquier sociedad conectada al sistema económico global puede trasladar impunemente los capitales robados a lejanos, oscuros y opacos destinos. Por eso resulta necesario, incluso urgente, redefinir y fortalecer el papel del Estado, crear nuevas garantías de carácter internacional y adecuar las tradicionales a los nuevos tiempos.
Los Estados no están a la altura de las circunstancias. ¿De qué sirven los controles aduaneros o la lentitud de los gobiernos ante la rapidez y facilidad para blanquear los capitales ilegales, incluso criminales o hacer frente a crisis económicas globales, a los grandes estafadores y especuladores financieros, al cambio climático, al crimen organizado, incluyendo el terrorismo o la destrucción del medio ambiente?
      Los más grandes dirigentes del mundo saben que se están superando diariamente las estructuras, que hace mucho que se han roto las reglas del juego, que el mundo se modifica y la democracia no lo está haciendo a la misma velocidad. Saben que estos problemas planetarios van a crecer en proporción directa a la atrofia de los sistemas políticos y que estas dificultades no se solucionan descolgando el teléfono y llamando a la autoridad competente porque son demasiado globales, demasiado mundiales para un solo país y solamente pueden afrontarse en grupo, renovando incluso la idea que tenemos del Derecho, que cada vez tendrán un carácter más internacional y, lo que es más importante y difícil, nuevos comportamientos, porque el funcionamiento tradicional de los poderes democráticos (que no son ideales, pero sí necesarios) ya sólo sirven para decirnos lo que es evidente y la política tiene sentido si inventa nuevas perspectivas.
      La lucha contra la pobreza, por ejemplo, es una cuestión material, jurídica y se combate con normas y medidas políticas y económicas nacionales e internacionales, y no sólo porque la miseria sea moralmente reprobable, sino porque es injusta.
      Es cierto que el futuro siempre se ve desconcertante y amenazador y que la democracia siempre ha tenido dificultades, pero hoy debe cambiar minuto a minuto, debe gobernarse de nuevo, renovarse tecnológicamente, debe de adecuar sus estructuras a las necesidades internacionales, incluso globales, del momento, debe convertirse en cierta manera en “ciber-democracia” , porque su futuro está en el uso de la tecnología en beneficio de la libertad, la igualdad social, la seguridad y autonomía del ciudadano, y para ello es necesario lograr gobiernos dinámicos, eficientes y efectivos, internacionales, estatales, regionales y locales que regulen y garanticen la circulación mundial fluida de las personas y capitales, evitando la exclusión y las sacudidas financieras que, en días, hunden mercados y con ellos los derechos económicos, sociales y culturales de las gentes destrozando la sociedad civil.
      La democracia está clamando y reclamando la instauración de un sistema mundial efectivo de protección de los derechos humanos fundamentado en un sentido de responsabilidad universal, que sirva para combatir eficazmente las impunidades amparadas por el principio de no intervención y protegidas por las fronteras de los Estados. Al generalizarse los Derechos deben también globalizarse las garantías, es necesario internacionalizar el Estado de Derecho para fortalecerlo.
      Es necesario que el Tribunal Penal Internacional tenga competencias para aplicar un Derecho escrito que juzgue los genocidios, los crímenes contra la humanidad, pero también las grandes violaciones de los Derechos y, en su caso, condene y encarcele efectivamente a los dirigentes y organizaciones culpables también de las grandes estafas globales.
Aunque no será fácil crear estructuras democráticas internacionales con poder para judicializar el mundo ya que no solamente hay que ordenar la política internacional sino que, por primera vez, hay que hacerlo globalmente.
      Resumiendo, hemos resuelto unos conflictos, pero no hemos encontrado el bálsamo milagroso que evite los nuevos en un mundo que se interrelaciona y en donde los Estados se empequeñecen sin poder hacer mucho por sí solos, quedándoles solamente la alternativa de trabajar en grupo para afrontar los retos a los que se enfrentan, que son demasiado grandes, demasiados mundiales para un solo país.
      Por eso, la concepción dogmática del Derecho, la división de poderes como compartimentos estancos o mantener una concepción de la justicia anclada en los Estados nacionales, resultan ideas obsoletas.
      Lo cierto es que, ante estos cambios, el ciudadano se encuentra cada vez más desorientado al no saber en muchas ocasiones ni siquiera cuál es el órgano o la instancia competente para resolver su problema o su queja. Nada se sabe ya con certeza. Las instancias de solución de los conflictos cada vez son más variadas, más indeterminadas, más confusas. Cada vez resulta más difícil saber quién tiene la competencia y el poder para intervenir, regular y decidir, cada vez resulta más oscuro saber a quién tenemos que dirigirnos para que nos ayude. De nada sirve lamentarse y responsabilizar de la situación a los avances tecnológicos. No se discute la bondad de la universalización de la democracia y de los derechos fundamentales, que es el compromiso más noble que la humanidad puede contraer consigo misma; no se plantea si hay una alternativa, sino cómo dentro de esa globalización podemos resolver los problemas, cómo podemos garantizar las conquistas democráticas en este casino global, porque somos los obreros de nuestro propio destino.
      Por eso la democracia debe ser capaz de enfrentarse con las nuevas realidades, debe contribuir a la evolución de los sistemas de garantías ajustándolos a las nuevas circunstancias, adecuándolos a la realidad social, al cambio, no siendo un obstáculo a su natural evolución, sino al contrario, institucionalizando los cambios, fomentándolos, haciendo que la democracia cumpla con su función transformadora de la sociedad, empujándola hacia una más libre y justa convivencia.
      Sin duda y como siempre, nuestro principal enemigo es el escepticismo o conformismo, es decir, la creencia de que no hay remedios, que no se puede garantizar nada. Porque los hay, aunque parciales y temporales. El futuro estará lleno de pasado y, sin embargo, vivimos cada instante como si fuera el último. Nos hace falta cierta dosis de serenidad ante un presente que vivimos bajo mucha presión.
      Este es el objetivo del Máster, investigar y divulgar lo que aquí introducimos, estudios que aseguren una sólida y especializada formación en el contenido de los derechos y deberes humanos tanto de carácter general (gobernanza, garantías, límites) como especial (derecho a la vida, integridad, libertad religiosa, vivienda, trabajo, medioambiente) estudios válidos para cualquier país y organismo.
      También hemos querido aunar un conocimiento exhaustivo de la teoría general de los derechos fundamentales con una formación práctica que haga hincapié en la investigación y en la utilidad profesional directa de los estudios que presentamos y que evstán dirigidos a facilitar el acceso de los alumnos a organismos públicos y privados, enseñando de una forma práctica  el uso de los procedimientos y funcionamientos de los organismos e instituciones, estatales e internacionales encargados de su defensa (Naciones Unidas, Corte Interamericana de Derechos Humanos, Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Tribunal Penal Internacional etc.) y para conseguirlo contamos con destacados catedráticos y profesionales con amplia experiencia y reconocimiento docente e investigador en el funcionamiento de estos instrumentos de garantía. Especialistas españoles y americanos de las Áreas de Derecho Administrativo, Derecho Constitucional, Relaciones Internacionales, Historia Contemporánea, Ciencias Políticas, Ciencias Económicas, Sociología así como autoridades y profesionales destacados del periodismo y la cultura.
      En definitiva, el máster de Formación Permanante en Gobernanza y Derechos Humanos que organiza la Cátedra de Estudios Iberoamericanos Jesús de Polanco de la UAM, pretende adecuar el estudio multidisciplinar de los derechos fundamentales a las nuevas necesidades del marco social, jurídico, político y económico global que envuelve nuestras sociedades y al que urgentemente nuestros derechos tienen que hacer frente y no basta con querer es necesario saber.

 

Antonio Rovira.
Catedrático de Derecho Constitucional, UAM.

 

 

Universidad Autónoma de Madrid. Facultad de Derecho. C/
            Kelsen. 28049 Madrid, España